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La condena educativa

En mi barrio no había (que recuerde) mordiscones pero algunas cicatrices en mi espalda, piernas y cabeza dan fe que no viví entre algodones. Eramos rudos y salvajes, dábamos todo en cada desafío, fuera bici, trompo, bolita, futbol, manchado, figuritas, cordoncito, chapitas, todo era a "matar o morir" (no literalmente).

Pero había ciertos códigos, no escritos, no claros pero que todos conocíamos y respetábamos. No hacerlo era someterse a la exclusión social, tampoco escrita, simplemente era la reacción del grupo ante quien se apartaba de "los códigos".

Un día le partí la cabeza a un amigo de una pedrada (si, era y es mi amigo aun), no fue grave, fue un corte nomás pero sangró profusamente.

Recurrí a la piedra porque me tenía frustrado que me tomara el pelo todo el día y el condenado corría demasiado rápido para mí, la piedra fue mi última opción, era la presión social del barrio, mi impotencia y frustración en fin. Fue mi último recurso.

En el momento en que vi brotar la sangre me di cuenta de mi error. Me sentí muy mal, culpable de mi error y consciente de mi desmedida reacción, consciente del castigo que me esperaba también. Lo acompañe hasta la casa donde toqué timbre y salí corriendo. Era consciente de mi error pero no lo suficientemente valiente para hacerme cargo del tema frente a la madre de mi amigo.

Aunque nunca supe cómo, inevitablemente mi madre se enteró del asunto, mi amigo no tuvo más remedio que "entregarme" con su madre (eso era otro código no escrito que no se violaba) pero nunca supe cómo llegó la información a casa (no había teléfono en ninguna de las dos casas). 

Mi madre simplemente me dijo: "Ahora vas a ir a su casa todos los días, después de la escuela y los deberes, antes de tomar la leche, vas a preguntar cómo está, si precisa él o su familia algo y te ponés a las órdenes de su madre". 

Podía argumentar que él me había buscado, que de algún modo se lo merecía o que cuando él me empujó del árbol y me reventé contra el suelo nunca me quejé. Que no tenía honor y era un buchón. Que Sultano había hecho tal cosa a Mengano que era mucho peor y no había recibido castigo. Que somos salvajes y nos tratamos así, que el Espadol y el "líquido rojo que arde como la peste" son lo que nos hace machos y que no sea mariquita. Que yo no me iba a dejar sobrar por nadie. Mil argumentos sobre él, yo, la situación, los otros, vinieron a mi mente. 

Pero no me atreví a argumentar, creo que porque en el fondo sabía que había roto un código. Que una cosa es empujarte de un árbol para "hacerte cag..." y reírse de vos un poco, incluso reírse más si comprabas terreno y otra cosa muy diferente es pegarte una pedrada garronera por la desesperación (léase: las pedradas estaban permitidas pero en guerrillas declaradas, no de sorpresa y sin aviso como fue esta).

Capaz simplemente no me atreví, mi madre no era de dejar mucho margen de negociación o duda en sus sentencias. Recuerdo dolorosamente algún intento de apelación y que la distancia a mi cuarto cuando me llevaban de la oreja era terriblemente larga.

En si la pena tampoco me parecía muy dura, no hubo enojos, nada, simplemente pasamos a la sentencia.

Así que acaté callado mi condena.

Sin embargo la dureza del castigo recién lo comprendí después. 

Era un suplicio ir cada día a tocar timbre a aquella casa. Aún recuerdo lo que me costaba tocarlo, recuerdo el timbre, redondo de plástico blanco, resquebrajado por el sol, atornillado en el marco marrón de la puerta y con un tornillo faltante. Recuerdo rogar después del "ring" que no hubiera nadie o que saliera mi amigo o su hermana. Recuerdo la eternidad que demoraban en abrir aquella puerta, la vergüenza, las ganas de salir corriendo, de que me tragase la tierra. Recuerdo a su madre abriendo la puerta, mirándome fría, no enojada, fría y siempre decía una sola cosa: "pase m'ijo"... era como una cuchillada, yo esperaba el reboleo de un sopapo, un sacudón, algo, pero no el "pase m'hijo", lo escribo ahora y me erizo.

Yo entraba, me sentaba en el cuarto o donde él estuviera. Siempre contestaba "bien" a mi pregunta de "cómo estás". Mi amigo nunca me reprochó nada. Esos también eran códigos, sabía que se había pasado conmigo, sabía que había buchoneado y sabía que yo me sentía muy mal. Ambos éramos culpables, él se bancaba el dolor físico y yo el dolor moral, en silencio y como podíamos. Ambos nos habíamos perdonado aunque ninguno lo hubiera dicho.

La escena diaria terminaba cuando la madre "casualmente" pasaba y con el mismo cuchillo me clavaba "vaya m'ijo", nunca me animé a decirle si precisaba algo. Cumplía la parte de ir cada día, pero la de ofrecerme nunca lo cumplí, no por falta de voluntad, por miedo a que aquella madre explotara y me diera lo que merecía. Eso hubiera sido, eventualmente, brutal pero definitivo, se habría terminado el calvario.

Así día tras día ¿cuánto duró esto?
No lo sé, para mí una eternidad, un par de días después mi amigo había vuelto a la escuela y a la semana siguiente ya andaba como nuevo en el barrio, mostrando orgulloso su vendaje primero y luego su cicatriz. Sin embargo mi condena seguía vigente.

Incluso no me atrevía a pedir para ir a jugar al fútbol o la bici, nada. En aquella época había que pedir permiso para todo eso, si uno estaba "en capilla" mucho más. Ni siquiera me animaba a implementar la vieja y querida estrategia de que mis amigos me fueran a buscar... 

Un día le pregunté a mi madre si tenía que seguir yendo porque mi amigo ya estaba recuperado y mi madre me dijo "¿Yo te dije que no lo hicieras más? ¿Entonces?" ahí si estuve a punto de argumentar, pero algo en los ojos de mi madre me advertían que no lo hiciera. Nunca fui muy obediente pero tengo el instinto de supervivencia muy desarrollado. 

Veía a todos mis amigos, incluso el "herido", jugando a la escondida, cordoncito, de todo. Era curioso cruzarme con él rumbo a su casa a preguntarle a su madre cómo estaba él de salud. Era especialmente duro porque sabía que no estaría él para atender la puerta y que sería su madre quien atendiera. Además la barra se solidarizaba conmigo a la distancia, sin alharacas, simplemente cabizbajos o con algún "que garrón" al pasar o "tu vieja se pasó" (pero con respeto porque la vieja era la vieja y eso era otro código a respetar). Por unos momentos le vergüenza de aquel recorrido se transformaba en rebeldía por la injusticia de mi situación, de los desproporcionado e inútil de mi castigo, si mi amigo estaba allí perfecto y jugando ¡para qué seguir con aquello! 
Pero toda esa rebeldía se terminaba con el "ring" del timbre porque sabía que en aquellas ocasiones su madre abría la puerta y en lugar del "pase m'ijo" decía "vaya m'ijo" y cerraba la puerta. Era duro, pero por lo menos era rápido.

Uno de esos días llegué, llamé, "pase m'ijo", saludé a mi amigo (ya no le preguntaba por su salud), algo de conversación, en fin lo usual. Sin embargo el pasaje "casual" de la madre no terminó con "vaya m'ijo" sino que esta vez me miró, sonrió (como hacía antes del incidente) y me preguntó: "¿Se queda a tomar la leche m'ijo?" a lo que obviamente contesté con si moviendo la cabeza y en ese mismo gesto fue como si 200 toneladas de mi espalda de pronto desaparecieran, como si después de tremenda tensión todo se aflojara y volviera a su cauce, no sé describirlo... fue algo que aun hoy recuerdo y me emociono. Ahí comprendí que mi calvario había terminado. 

No se lo conté a mi madre, simplemente dejé de ir (como castigo) a lo de mi amigo. Nunca más se habló del tema en casa. En realidad no se precisaba decir nada, mi madre sabía que no había tomado la leche en casa, sabía que lo había hecho en lo de mi amigo (algo que solo se hacía si te invitaban, los mayores obviamente) y que de algún modo todo había vuelto a su orden natural. 

Volví a salir "a jugar", previa autorización, y en mi barra nada había pasado, era como si nos hubiéramos dejado de ver el día anterior. Nada se dijo. Solo había una herida de "guerra" más que se mencionaría mucho tiempo después con orgullo por el portador.
(es increíble cómo en esa época se hablaba mucho menos y se sabía mucho más, hoy por el contrario se habla mucho más y se sabe mucho menos).

Mucho tiempo más me llevó comprender que el orgullo de mi amigo fue lo más rápido en sanar, luego la herida de su cabeza y tiempo después el corazón de su madre. Solo cuando todos estuvieron curados yo redimí mi culpa y cesó mi condena. 

Más tiempo aun me llevó comprender que aquel proceso quemaba como el Espadol y ardía como el "liquido rojo" pero también, como estos, sanaba y evitaba males mayores. Mucho tiempo tardé en comprender que el último en sanar en realidad fui yo.

Con mucho cariño y toda mi comprensión para Luis, confianza que al igual que "el camino es la recompensa", espero que la condena sea la sanación. A Prandelli y Buffon un saludo a quienes comparten algunos códigos conmigo.

Acerca de los payasos de la FIFA, se fueron al caraj.. solo agregar que supongo que no podremos usar más lo de “andá a quejarte a la FIFA” porque por un lado puede que realmente te hagan caso y por otro, aunque no te vayas a quejar, capaz te ejecutan de oficio nomás. 

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