Viajar es un placer. Significa conocer otros lugares, culturas, gente, costumbres, comidas, anécdotas, historias, en fin… los viajes son algo muy nutritivo y disfruto mucho viajando. Incluso en los momentos complicados de los viajes, el observar la naturaleza humana es uno de mis pasatiempos favoritos, adivinar el origen de un comportamiento o la posible reacción ante alguna situación, la previsibilidad de algunas cosas y lo sorpresivo de otras. En fin, me nutre y divierte mucho viajar.
A mí me gusta hacerlo sin un plan muy definido, sí tengo algunos destinos o lugares claros a conocer, imperdibles (en la medida que la agenda lo permita) pero hay muchos otros por descubrir, algunos a priori insospechados. Recuerdo cuando estuve en Paris un paseo obligado era la Torre Eiffel o el Louvre, pero a su vez simplemente caminar por callecitas o bulevares, mirar los parques, las personas, entrar en una panadería y salir con una baguette bajo el brazo para devorarla a mordiscones por la calle como cualquier parisino, eso también es viajar y disfrutar.
Subirse a un ómnibus urbano en Madrid y descubrir que el chofer hace de amable guía de turismo. Que arrima el vehículo bien contra el cordón, que el mismo se inclina hacia la vereda para facilitar el ascenso/descenso de pasajeros es toda una experiencia que incluso genera algo de envidia.
Viajar en un “double decker” londinense y descubrir un cartel que dice algo como “No podemos evitar que los carteristas suban a este transporte pero le aseguramos que en caso de descubrir uno tomaremos todas las medidas legales que estén a nuestro alcance contra el mismo” es algo extraño, es el reconocer una limitación pero estar dispuestos a hacer lo posible por enmendarla.
Tomarse un tren en Londres y bajarse en cualquier lugar puede significar que uno termine en Greenwich y descubrir un museo pequeño pero muy interesante, una universidad muy abierta, un campus muy agradable, una pequeña feria barrial con artículos increíbles.
Disfrutar con lo sorpresivo, aventurarse, vagabundear y disfrutar haciéndolo, “perderse” un poco sin un rumbo fijo pero con un objetivo claro de disfrutar, aprender, nutrirse.
También se sufren decepciones, por ejemplo yo me enteré en el mismo viaje a Paris que de la Torre de la Bastilla no quedaba nada, ni un pedazo de muro, solo una plaza y un obelisco recordatorio del lugar, pensaba que algo habría quedado de un lugar tan simbólico. Fue una tremenda desilusión. Sin embargo me dio la oportunidad de descubrir a una simpática señora mayor parisina que nos explicó sobre el trazado con adoquines del antiguo perímetro de la Torre de la Bastilla. Me dio la oportunidad de constatar que el mito “no hay parisinos simpáticos” es eso, solo un mito y recordar que existen cisnes negros. Pero por si fuera poco descubrí frente a la Plaza de la Bastilla la Opera del mismo nombre, que es un lugar impresionante el cual no tenía pensado siquiera conocer. La tristeza me duró poco tras la tremenda impresión que me generó aquel lugar. Como suele decir mi madre: “no hay mal que por bien no venga”.
Pero claro, los viajes llegan a su fin y uno lo vive con cierta tristeza, es difícil no hacerlo porque quiere continuar en ese viaje, quiere más. Siente que le quedaron muchas cosas pendientes que podría haber conocido, disfrutado, vivido. Desde las más obvias hasta las mínimas. Incluso lugares donde uno quisiera haberse podido quedar más porque siente que tienen mucho para dar.
Es duro hacerlo, pero esa tristeza se supera con la sonrisa emanada del recuerdo de lo vivido, de las anécdotas compartidas con amigos sobre el recorrido y lo disfrutado.
De algún modo el viaje continúa en uno mismo, se es alguien diferente a quien se era, una versión mejorada, evolucionada de uno mismo. Creo también que los lugares visitados y la gente conocida también son diferentes, se dejó cierta huella, siendo uno de los 8 o 10 millones que visitan el Louvre por año o siendo el extranjero que encontró perdido frente a la Bastilla aquella señora parisina, quien le cuenta esa noche a su marido lo ocurrido. La huella quedó en uno y uno marcó una huella.
Al final, como se vive el viaje y la vida después del mismo son un tema de actitud. Uno puede elegir entristecerse por su fin, por la Bastilla demolida y vendida de a pedazos, por los lugares que no conoció o puede continuar viajando regocijándose con el recuerdo de lo vivido, disfrutar de la huella que el mismo dejó en uno, confiar en haber dejado una huella y prepararse para el próximo. Porque de eso se trata todo: de un viaje permanente y de la actitud con la cual se vive el mismo.
Gracias a quienes me han dado la oportunidad de ser su compañero de viaje y a todos quienes nos han acompañado y nos acompañan en este viaje que se llamaba Genexus Tilo y hoy se llama Genexus Evolution 3. Continuemos viajando con la misma actitud de siempre.
A mí me gusta hacerlo sin un plan muy definido, sí tengo algunos destinos o lugares claros a conocer, imperdibles (en la medida que la agenda lo permita) pero hay muchos otros por descubrir, algunos a priori insospechados. Recuerdo cuando estuve en Paris un paseo obligado era la Torre Eiffel o el Louvre, pero a su vez simplemente caminar por callecitas o bulevares, mirar los parques, las personas, entrar en una panadería y salir con una baguette bajo el brazo para devorarla a mordiscones por la calle como cualquier parisino, eso también es viajar y disfrutar.
Subirse a un ómnibus urbano en Madrid y descubrir que el chofer hace de amable guía de turismo. Que arrima el vehículo bien contra el cordón, que el mismo se inclina hacia la vereda para facilitar el ascenso/descenso de pasajeros es toda una experiencia que incluso genera algo de envidia.
Viajar en un “double decker” londinense y descubrir un cartel que dice algo como “No podemos evitar que los carteristas suban a este transporte pero le aseguramos que en caso de descubrir uno tomaremos todas las medidas legales que estén a nuestro alcance contra el mismo” es algo extraño, es el reconocer una limitación pero estar dispuestos a hacer lo posible por enmendarla.
Tomarse un tren en Londres y bajarse en cualquier lugar puede significar que uno termine en Greenwich y descubrir un museo pequeño pero muy interesante, una universidad muy abierta, un campus muy agradable, una pequeña feria barrial con artículos increíbles.
Disfrutar con lo sorpresivo, aventurarse, vagabundear y disfrutar haciéndolo, “perderse” un poco sin un rumbo fijo pero con un objetivo claro de disfrutar, aprender, nutrirse.
También se sufren decepciones, por ejemplo yo me enteré en el mismo viaje a Paris que de la Torre de la Bastilla no quedaba nada, ni un pedazo de muro, solo una plaza y un obelisco recordatorio del lugar, pensaba que algo habría quedado de un lugar tan simbólico. Fue una tremenda desilusión. Sin embargo me dio la oportunidad de descubrir a una simpática señora mayor parisina que nos explicó sobre el trazado con adoquines del antiguo perímetro de la Torre de la Bastilla. Me dio la oportunidad de constatar que el mito “no hay parisinos simpáticos” es eso, solo un mito y recordar que existen cisnes negros. Pero por si fuera poco descubrí frente a la Plaza de la Bastilla la Opera del mismo nombre, que es un lugar impresionante el cual no tenía pensado siquiera conocer. La tristeza me duró poco tras la tremenda impresión que me generó aquel lugar. Como suele decir mi madre: “no hay mal que por bien no venga”.
Pero claro, los viajes llegan a su fin y uno lo vive con cierta tristeza, es difícil no hacerlo porque quiere continuar en ese viaje, quiere más. Siente que le quedaron muchas cosas pendientes que podría haber conocido, disfrutado, vivido. Desde las más obvias hasta las mínimas. Incluso lugares donde uno quisiera haberse podido quedar más porque siente que tienen mucho para dar.
Es duro hacerlo, pero esa tristeza se supera con la sonrisa emanada del recuerdo de lo vivido, de las anécdotas compartidas con amigos sobre el recorrido y lo disfrutado.
De algún modo el viaje continúa en uno mismo, se es alguien diferente a quien se era, una versión mejorada, evolucionada de uno mismo. Creo también que los lugares visitados y la gente conocida también son diferentes, se dejó cierta huella, siendo uno de los 8 o 10 millones que visitan el Louvre por año o siendo el extranjero que encontró perdido frente a la Bastilla aquella señora parisina, quien le cuenta esa noche a su marido lo ocurrido. La huella quedó en uno y uno marcó una huella.
Al final, como se vive el viaje y la vida después del mismo son un tema de actitud. Uno puede elegir entristecerse por su fin, por la Bastilla demolida y vendida de a pedazos, por los lugares que no conoció o puede continuar viajando regocijándose con el recuerdo de lo vivido, disfrutar de la huella que el mismo dejó en uno, confiar en haber dejado una huella y prepararse para el próximo. Porque de eso se trata todo: de un viaje permanente y de la actitud con la cual se vive el mismo.
Gracias a quienes me han dado la oportunidad de ser su compañero de viaje y a todos quienes nos han acompañado y nos acompañan en este viaje que se llamaba Genexus Tilo y hoy se llama Genexus Evolution 3. Continuemos viajando con la misma actitud de siempre.
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